26 de agosto de 2011

Crucificadas



Ella no pertenecía a la colección
de cristales de Murano.
No seguiría esperando.

Él hizo caja, y sin saberlo
se cumplió lo pactado.
No quedaron cuentas pendientes.
Ni media vuelta para devolver las buenas noches,
ni para ofrecer por un gesto siquiera las gracias.

Se acabó la madeja de tejer cuentos.
Se había apagado la luz que iluminó el ataúd,
hacía ya demasiado tiempo.

Ella había llegado muy despacio y se calzó
zapatillas de ballet, para irse de puntillas,
en silencio, tal y como había llegado.

Después puso los pies en el suelo y se mezcló con leyes,
procedimientos administrativos y prosaícos asuntos profesionales
que le ocuparon.

Sin resacas, sin tragedias, sin rencores,
sin odios, sin sed de venganza.

Daba lo mismo que riese o llorase
y el color de su vestido.
Su mundo, era el de ella,
caleidoscópico y crepuscular,
el que le esperaba.

A él le esperaba el suyo.
Inagotable.
Coleccionando.
Podría seguir llamándolas putas,
por no llamarlas princesas.
Podría seguir crucificando muñecas
porque su laberinto no tendría fin.

Podría seguir desterrando cuerpos calientes
para que perezcan desasosegadamente,
apenas se coloquen en el escaparate.

Y nadie puede hacer nada,
él tampoco.
Enmudecen los gritos
y desaparecen las sombras.

Mientras perenne, inmóvil,
contemplando el ir y venir
de espectros vivientes,
ella había callado.

Descubrió que no compartían pasiones.
Y decidió marcharse definitivamente
del lugar donde no habitaría sin morada.

No sería ella quién preguntase ni el dónde,
ni el cómo ni el porqué.
Nunca lo hizo.

Las manos del hombre vacías
siempre le respondían:
no darían nada.
Miserias, derrotas...
Ni un amable gesto
que echarse a la cara.
Y ella lo sabía.

Sus cuerdas colgaron los ángeles.

La única superviviente que permanecía
condenada al infierno,
había decidido abandonar.
Sin te quiero, sin lápida y sin flores de plástico.

No debía ella ser el cadáver del funeral.
Le llamaba la soledad. Salió a su encuentro.
Él en otro mundo no se había dado aún cuenta
pero ella, ya sin él, había resucitado.

Blanca Flores Cueto. Inédito. Microrrelatos.

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