Crecí con mis oídos acostumbrados a los martillazos
golpeando sobre el yunque
y junto al calor de la fragua en la herrería de mi padre.
Recuerdo el hierro candente como crepúsculos
doblándose a la insistencia del martillo,
y las gotas de sudor de mi padre resbalando por su rostro
y empapando su ropa y mis sentidos.
Mi padre nació al final de la contienda,
la posguerra lo alimentó de hambre y miedo
que le llevaron durante su vida a huir de la palabra,
a rehuir vestirse de política y sindicalismos.
El miedo, la ignorancia, el hambre
con su sombra profunda y alargada de ciprés,
penetraron por mis ojos de niña entonces,
y me condujeron cual Ariadna a descubrir,
cual fue el camino de la miseria y de las mentiras
con las que amamantaron a los pobres.
Aún hoy, mi padre sigue, a pesar de sus años; golpeando
sobre su yunque su desesperanza.
Se levanta temprano cada mañana para estrellar en cada golpe
sus indestructibles y lacerantes perjuicios.
Ahora yo, en una cómoda oficina,
abandonadas incluso, las olivettis por los rincones,
sin escuchar ya siquiera levemente el sonido de las teclas,
porque estos modernos ordenadores solo ofrecen los ruidos del silencio;
descubro la libertad de la que mis hijos disfrutan,
que a duras penas yo recibí en herencia.
Herencia impagable, fruto en lo oscuro del amor de mis padres,
que hoy puedo a gritos,
reflejar con mis desnudas y libres palabras.
Blanca Flores Cueto, de Antesala en Dos por uno.
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